Orígenes

Al bajar la escalerilla del avión en Maiquetía, Venezuela, la Señora Nathalie se sorprende al sentir la caricia del viento del litoral guaireño y percibir un singular aroma de mastranto que la transporta de inmediato a su primera infancia en Georgia, la Unión Soviética de aquel entonces. Desde ese momento -como le gustaba contar- quedó prendada de Venezuela. Su relación amorosa con el país no hizo más que crecer y ahondarse a medida que se adentraba en sus costumbres y se relacionaba con su gente.

Eran los años 50. Nathalie Etievan procedía de París, en donde había pasado su infancia y su juventud al lado de George I. Gurdjieff -el Maestro- por quien siempre guardó un profundo respeto y agradecimiento. De él recibió conocimientos y experiencias adquiridas en el Oriente y diseminadas en diversos países de Europa. El ejemplo del Señor Gurdjieff, representado en una propuesta de Trabajo Interior y un método de desarrollo de la atención y el Ser consciente, marcaría su vida para siempre. Ella, como discípula de Gurdjieff, representó e impartió sus enseñanzas con dignidad, sabiduría y amor.

La Sra. Nathalie, como cariñosa y respetuosamente la llamaban sus discípulos, funda en Caracas Los Grupos de Trabajo Gurdjieff con el propósito de fomentar en los participantes el despertar de la Conciencia propia, mediante el entrenamiento de la atención y el reconocimiento de la presencia de uno mismo, siempre orientado hacia el desarrollo armónico del ser humano. A través del concepto de la educación del ser interior, o la reeducación del adulto, los principios y los valores como la honestidad, la imparcialidad, la rectitud, la humildad, la iniciativa, la perseverancia, la solidaridad, el amor al trabajo y al prójimo, son redescubiertos por los propios alumnos bajo la luz de la conciencia. Es un método de aprendizaje de sí mismo que la Sra. Nathalie conocía a profundidad e impartía su enseñanza con gran cariño y exigencia.

En los años 60, cuando el proyecto de El Trabajo fue consolidándose, la Sra. Nathalie reunió a un grupo de mujeres interesadas en ahondar en el conocimiento interior y promovió la formación de un equipo de tejido manual de tapices bajo un ambiente en el que pudieran ejercitar la práctica de un mayor grado de atención y conciencia. Este grupo lo constituyeron Rosario Montenegro, Gisela Febres-Cordero, Beatriz Pardo, Amalia Nott, Rosario Rickel, Amparo Díaz y Amalia Valiente, encargadas inicialmente en desarrollar un concepto central para la elaboración de los tapices. Gisela, Rosario y Beatriz conocieron al arqueólogo Saúl Padilla quien les habló de unos petroglifos tallados en piedra por una etnia indígena precolombina que tuvo su asiento en un extenso territorio del occidente de Venezuela. Bajo la óptica de lo esencial y la remembranza de lo sagrado de la simbología de las antiguas civilizaciones del Oriente, la Señora Nathalie acordó que esos petroglifos serían el motivo central de los tapices. Se producía así una conexión directa y original entre dos culturas, en apariencia, tan ajenas y lejanas.

“Los petroglifos están en sitios rituales, de mucha espiritualidad. Son sitios sagrados” –dice el investigador Alexis José Rojas.

Al ser tan antiguos y desconocer la exactitud de su edad o autores, estos petroglifos tienen un cierto halo de misterio. Están grabados en piedra con una grafía indeleble que ha desafiado el paso del tiempo. Pareciera que la simbología de esta comunidad indígena evidenciara una cierta relación con el medio ambiente por múltiples representaciones gráficas de animales y de escenas familiares o cotidianas. Los petroglifos también dan testimonio de la relación del hombre con las estrellas y la interrelación entre ambos mundos. Los petroglifos representan una cosmogonía y son un testimonio telúrico de una gran sabiduría que amalgama lo mágico y lo religioso en unos trazos cincelados en piedra que unen lo abstracto y lo figurativo.

Con este concepto de la etnia indígena, nace así el Centro Artístico Kiupa en donde se plasman los petroglifos en tapices que se elaboran totalmente a mano. Kiu-pa, en lengua timotocuica, quiere decir el “Camino”; es la ruta que se sigue hacia adentro para adquirir el conocimiento que permite el desarrollo del Ser y su conexión con el Creador. Estos tapices llevan el sello de una gran intención: recordarnos el sagrado misterio de la unión con Todo y con Todos.

Las tejedoras de Kiupa se reúnen, al igual que aquellos enigmáticos seres autores de los petroglifos, para recrear con sus manos la simbología de esa etnia ancestral, al tiempo que practican cómo recordarse a sí mismas, cómo sentir sus manos y percibir con una atención más fina los materiales e instrumentos de labor mientras tejen. Cada una debe sentir su presencia en forma consciente y juntas armonizarse entre sí desarrollando una relación que no proviene de las simpatías personales sino de una esencia imparcial que las hermana y, en cierta medida, las sacraliza. En un tapiz de Kiupa están inmersas las huellas de muchas tejedoras, de muchas horas de introspección, de lanas y colores, y de una sola historia.

Esos petroglifos perdidos en la selva venezolana y originalmente grabados en piedra, son rescatados y reproducidos con la misma actitud reverencial, pero ahora arropados en la calidez de la lana.

En esta exposición el tejido lleva el acompañamiento de una música sagrada que brindará al espectador una experiencia espiritual de una unión sensorial que nos invita a apreciar estos tapices, que son el resultado de muchos años de trabajo que ha dejado un legado vivo y lleno de colores. La música, que será interpretada por la maestra y compositora Yleana Bautista, busca convertirse en un hilo conductor entre el tapiz y el observador